Un hombre.
Está de pie, mira: la playa, la mar. La
mar está baja, apacible, la estación es indefinida, el tiempo, lento.
El nombre se encuentra en un camino de
tablas colocado sobre la arena.
Va vestido con ropas oscuras. Puede
distinguirse su rostro.
Sus ojos son claros.
No se mueve. Mira.
La mar, la playa, hay charcos,
superficies aisladas de agua tranquila.
Entre el hombre que mira y la mar,
siguiendo la orilla de la mar, lejos, alguien camina. Otro hombre. Va vestido
con ropas oscuras. A esta distancia su rostro es indistinto. Camina, va, viene,
va, vuelve, su recorrido es bastante largo, siempre igual.
En alguna parte de la playa, a la
derecha del que mira, un movimiento luminoso: un charco se vacía, una fuente,
un río, unos ríos, sin
punto de reposo, alimentan el abismo de sal.
A la izquierda, una mujer con los ojos
cerrados. Sentada.
El hombre que camina no mira, nada, nada
que no sea la arena que tiene ante él. Su caminar es incesante, regular,
lejano.
El triángulo se cierra con la mujer de
los ojos cerrados. Está recostada en un muro que delimita la playa hacia su
final, hacia la ciudad.
El hombre que mira se encuentra entre
esa mujer y el hombre que camina por la orilla de la mar.
Debido al hombre que camina,
constantemente, con una lentitud regular, el triángulo se deforma, se reforma,
sin romperse nunca.
Ese hombre tiene el paso regular de un
prisionero.
El día declina.
La mar, el cielo, ocupan el espacio. A
lo lejos, la mar ya está oxidada por la luz oscura, al igual que el cielo.
Tres, son tres en la luz oscura, en la
red de lentitud.
El hombre sigue caminando, va, viene,
frente a la mar, al cielo, pero el hombre que mira se ha movido.
El deslizamiento regular del triángulo
sobre sí mismo acaba:
El hombre se mueve.
Comienza a caminar.
Alguien camina, cerca.
El hombre que miraba pasa entre la mujer
de los ojos cerrados y el hombre lejano, el que va y viene, prisionero. Se oye
el martilleo de su paso sobre el camino de tablas de la orilla de la mar. Este
paso es irregular, inseguro.
El triángulo se deshace, se suprime.
Acaba de deshacerse: en efecto, el hombre pasa, se le ve, se le oye.
Se oye: el paso se espacia. El hombre
debe de mirar a la mujer de los ojos cerrados situada en su camino.
Sí. El paso se detiene. Él la mira.
El hombre que camina por la orilla de la
mar, y solamente él, mantiene su movimiento inicial. Sigue caminando con su
paso infinito de prisionero.
La mujer es mirada.
Tiene las piernas extendidas. Está en la
luz oscura, empotrada en el muro. Ojos cerrados.
No nota que la miran. No sabe que es
mirada.
Se mantiene frente a la mar. Rostro
blanco. Manos medio enterradas en la arena, inmóviles como el cuerpo. Fuerza
detenida, desplazada hacia la ausencia. Detenida en su movimiento de fuga. La
ignoran, se ignoran.
El paso se reanuda.
Irregular, inseguro, se reanuda.
Se detiene de nuevo.
Se reanuda de nuevo.
El hombre que miraba ha pasado ya. Su
paso se oye cada vez menos. Se le ve, va hacia un malecón que está tan alejado
de la mujer como ella lo está del caminante de la playa. Más allá del malecón,
otra ciudad, mucho más allá, inaccesible, otra ciudad, azul, que comienza a
motearse de luces eléctricas. Después de otras ciudades, otra más: la misma.
El hombre llega al malecón. No lo ha
rebasado.
Se detiene. Luego, a su vez, se sienta.
Está sentado sobre la arena, frente a la
mar. Deja de mirar algo, la playa, la mar, al hombre que camina, a la mujer de
los ojos cerrados.
Durante un instante nadie mira, nadie es
visto:
Ni el prisionero loco que sigue
caminando por la orilla de la mar, ni la mujer de los ojos cerrados, ni el
hombre sentado.
Durante un instante nadie oye, nadie
escucha.
Y luego se oye un grito:
el hombre que miraba cierra los ojos a
su vez bajo el impulso de una tentativa que lo empuja, lo levanta, levanta su
rostro hacia el cielo, su rostro se descompone y el hombre grita.
Un grito. Han gritado hacia el malecón.
El grito ha sido proferido y se le ha
oído en el espacio entero, ocupado o vacío. Ha lacerado la luz oscura, la
lentitud. Sigue batiendo el paso del hombre que camina, él no se ha detenido,
no ha aminorado su marcha, pero
ella, ella ha levantado ligeramente su brazo con un gesto infantil, se ha
cubierto con él los ojos, y ha permanecido así algunos segundos, y él, el prisionero, ha visto ese gesto:
ha vuelto la cabeza en dirección a la mujer.
El brazo ha caído de nuevo.
La historia. La historia comienza. Ha
comenzado antes del caminar por la orilla de la mar, antes del grito, del
gesto, del movimiento de la mar, del movimiento de la luz.
Pero ahora se hace visible. Se ha
implantado ya sobre la arena, sobre la mar.
El hombre que miraba regresa.
Se oye de nuevo su paso, se le ve,
regresa del malecón. Su paso es lento. Su mirada está extraviada.
A medida que se acerca al camino de
tablas, aumenta el ruido, gritos, gritos de hambre. Son las gaviotas de la mar.
Están ahí, estaban ahí, alrededor del hombre que camina.
He aquí que ahora se oye de nuevo el
paso del hombre que miraba.
Pasa por delante de la mujer. Entra en
el campo de su presencia. Se detiene. La mira.
Llamaremos a este hombre el viajero —si
por casualidad ello es necesario— a causa de la lentitud de su paso, a causa
del extravío de sus ojos.
Ella
abre los ojos. Ella le ve, ella le mira.
Él se acerca a ella. Se detiene. Llega
hasta su lado.
Él pregunta:
—¿Qué hace usted ahí? Se va a hacer de
noche.
Ella responde muy claramente:
—Miro.
Ella señala ante ella, la mar, la playa,
la ciudad azul, la blanca capital tras la playa, la totalidad.
Él se vuelve: el hombre que camina por
la orilla de la mar ha desaparecido.
Él da un paso más, se apoya en el muro.
Él está allí, a su lado.
La luz cambia ahora de intensidad, está
cambiando.
Blanquea, cambia, cambia. Él dice:
—La luz cambia.
Ella se vuelve apenas hacia él, ella
habla. Su voz es clara, de una dulzura monótona que puede asustar.
—Ha oído usted que han gritado.
Su tono no exige respuesta. Él responde.
—Lo he oído.
Ella se vuelve hacia la mar.
—Ha llegado usted esta mañana.
—Así es.
El perfil de las palabras es muy claro.
Ella señala a su alrededor, el espacio, y explica:
—Esto es S. Thala, hasta el río.
Ella se calla.
La luz continúa cambiando.
Él levanta la cabeza, mira lo que ella
acaba de mostrar: ve que, por el fondo de S. Thala, hacia el sur, el hombre que
camina regresa, avanza en medio de las gaviotas, llega.
La progresión de su marcha es regular.
Como el cambio de la luz.
Accidente.
Todavía la luz: es la luz. Cambia;
después, de pronto, ya no cambia. Crece, ilumina, y luego permanece así,
iluminante, igual. El viajero dice:
—La luz.
Ella mira.
El hombre que camina llega hasta el
punto de su recorrido donde poco antes se había detenido. Se detiene. Se
vuelve, ve, mira él también, espera, mira de nuevo, parte otra vez, viene.
Él viene.
No se oye ya su paso.
Llega. Se detiene frente al que se apoya
en el muro, el viajero. Sus ojos son azules, de una transparencia sorprendente.
La ausencia de su mirada es absoluta. Habla con una voz fuerte, señala a su
alrededor, todo. Dice:
—¿Qué está pasando?
Agrega:
—La luz se ha detenido.
El tono expresa una violenta esperanza.
Luz detenida, iluminante.
Miran la luz detenida alrededor de
ellos, iluminante. El viajero habla el primero:
—Esto va a seguir su curso.
—¿Usted cree?
—Lo creo.
Ella se calla.
Él se acerca al viajero apoyado en el
muro. La mirada azul es de una fijeza devoradora. Señala con la mano, señala lo
que hay detrás del muro.
—¿Vive usted allí, en ese hotel?
—Sí, así es —y añade—: llegué esta
mañana.
Ella calla, continúa mirando la luz
detenida. Él aparta sus ojos del viajero, descubre de nuevo la detención de la luz.
—Algo va a ocurrir, esto no es posible.
Silencio: con la luz, también se ha
detenido el ruido, el ruido de la mar.
La mirada azul vuelve, se posa con
insistencia en el viajero.
—No es la primera vez que viene usted a
S. Thala.
El viajero trata de responder, abre la
boca varias veces para responder.
—Es decir... —Se detiene.
Su voz no tiene eco. La inmovilidad del
aire iguala a la de la luz.
Él continúa tratando de responder.
Los otros no esperan respuesta.
En la imposibilidad de responder, el
viajero levanta la mano y señala a su alrededor, el espacio. Una vez hecho este
gesto, consigue ir adelante en la respuesta.
—Es decir... —Se detiene—. Me
acuerdo..., eso es..., me acuerdo...
Se detiene.
La voz de timbre luminoso asciende hasta
él, le da la réplica, su claridad es deslumbrante.
—¿De qué?
Un impulso incontrolable, orgánico, de
una fuerza muy grande, le priva de voz. Responde sin voz:
—De todo, del conjunto.
Él ha respondido:
el movimiento de la luz se reanuda, el
ruido de la mar recomienza, la mirada azul del hombre que camina se aparta.
El hombre que camina muestra a su
alrededor la totalidad, la mar, la playa, la ciudad azul, la blanca capital,
dice:
—Esto es S. Thala, hasta el río.
Su movimiento se detiene. Después, su
movimiento se repite, muestra de nuevo, pero con más precisión, según parece,
la totalidad, la mar, la playa, la ciudad azul, la blanca, después también
otras, otras más: la misma, él añade:
—Después del río también es S. Thala.
Se va.
Ella se levanta, le sigue. Sus primeros
pasos son titubeantes, muy lentos. Luego se regularizan.
Ella camina. Ella le sigue.
Se alejan.
Al parecer, rodean S. Thala, no penetran
en su espesor.
Se hace de noche.
Noche.
La playa, la mar están en la noche.
Un perro pasa, va hacia el malecón.
Nadie anda por el camino de tablas, pero
en los bancos que están a lo largo de ese camino algunos habitantes se han
sentado. Descansan. Están silenciosos. Están separados los unos de los otros.
No se hablan.
El viajero pasa. Camina lentamente, va
en la misma dirección que ha tomado el perro.
Se detiene. Vuelve atrás. Se diría que
pasea. Se aleja de nuevo.
Ya no se ve su rostro.
La mar está llana. No hay viento.
El viajero pasa de nuevo. El perro no
vuelve a pasar. Parece que la marea comienza a subir. Se oye cómo se aproxima.
Un choque sordo llega de las desembocaduras. El cielo está muy oscuro.
Noche todavía.
El viajero se ha sentado frente a una
ventana abierta en una habitación. Se encuentra aprisionado en un volumen de
luz eléctrica. No se ve lo que hay más allá de la ventana de ese lado del
hotel.
Fuera, la noche.
Lo que se oye no es la mar. La
habitación no da a la mar. Es un roer incesante, muy sordo, de una extensión
ilimitada.
El hombre coge un papel, escribe: «S.
Thala, S. Thala, S. Thala».
Se detiene. Parece que duda entre las
palabras escritas.
Sigue escribiendo. Lentamente, con
seguridad, escribe: «S. Thala, 14 de septiembre».
Subraya la primera palabra. Después,
sigue escribiendo:
«No vengas, ya no vale la pena».
Aleja de él la carta, se levanta.
Da unos pasos por la habitación.
Se echa sobre la cama.
Es el viajero, el hombre del hotel.
Está echado sobre la cama bajo el mismo
volumen de luz eléctrica, se vuelve hacia el lado de la pared, ya no se ve su
rostro.
A lo lejos, en el espesor de la roedura,
en la materia negra, cruzan unas sirenas de coches de policía.
Después ya sólo se oye el roer en la
materia negra.
Día.
El hombre va de nuevo a la orilla de la
mar.
Ella está allí de nuevo, contra el muro.
La luz es intensa. Ella está
completamente inmóvil, sus labios están apretados. Está pálida.
En la playa hay cierta vida.
Al aproximarse el viajero, ella no hace
signo alguno.
Él va hacia el muro, se sienta al lado
de ella. Mira lo que ella, al parecer, trata de no ver: la mar, el movimiento
nauseabundo del oleaje, las gaviotas de la mar que gritan y devoran el cuerpo
de la arena, la sangre. Ella dice lentamente:
—Espero un hijo, tengo ganas de vomitar.
—No mire, mire hacia mí.
Ella se vuelve hacia él.
Allá abajo, el hombre se detiene en
medio de las gaviotas. Luego sigue andando, va hacia el malecón. Ella pregunta:
—¿Hace tiempo que está usted aquí?
—Sí.
Ella se detiene, con la cara hacia la
arena. Él mira hacia el malecón, hacia aquel que se aleja.
—¿Quién es?
Ella responde con un leve retraso.
—Nos vigila —replica ella—, nos vigila,
nos acompaña.
La mira un largo rato.
—Ese recorrido siempre igual... Ese paso
tan regular... Se diría que...
Ella hace un signo: no.
—No, es el paso de aquí —prosigue—, es
el paso aquí, en S. Thala.
Esperan.
En la mar, incesante, el oleaje, la
fiebre.
—¿Ha tratado de vomitar?
—No sirve de nada, esto empieza de
nuevo.
Continúan esperando.
La luz comienza a descender.
Las primeras gaviotas abandonan la
playa, parten hacia el malecón.
El caminante no vuelve sobre sus pasos:
sube hacia S. Thala, no penetra en ella, prosigue por detrás del malecón. Ya no
se le ve.
El
viajero dice:
—¿Estamos solos?
Ella dice por señas:
—No.
Esperan.
Unas gaviotas siguen yéndose entre
resplandores blancos.
Se van.
Su partida se precipita.
El viajero dice:
—Puede usted volver a mirar.
Ella comienza a hacerlo, pero con
prudencia, con precaución: el movimiento de la mar continúa viéndose, el oleaje
aflora y se resuelve en resplandores blancos. Él dice:
—El color desaparece.
El color desaparece.
Después, a su vez, desaparece el
movimiento.
Las últimas gaviotas de la mar se han
ido. La arena cubre de nuevo la playa. El viajero dice:
—Ya no hay nada.
Él la oye, ella respira, ella se mueve,
mira, inspecciona largo tiempo la oscuridad que llega, las arenas. Luego, se
inmoviliza de nuevo.
Ella oye, ella escucha, dice:
—Hay un ruido.
Él escucha. Al fin oye algo: cree oír de
nuevo la corriente, el descenso continuo de las aguas hacia la sima de sal. Él
dice:
—Es el agua.
—No —ella hace una pausa—, eso viene de
S. Thala.
—¿Qué es?
—S. Thala, el ruido de S. Thala.
Él escucha todavía mucho tiempo.
Reconoce el roer incesante. Pregunta:
—¿Comen?
Ella no lo sabe con precisión. Dice:
—O se recogen —añade—, o duermen, o
nada.
Ambos se callan, esperan callados a que
disminuya el ruido de S. Thala.
El ruido parece disminuir. Ella respira
de nuevo.
Ella se remueve.
Le mira a él, al viajero, escruta las
ropas, el rostro, las manos. Ella toca la mano, la roza con precaución, con
dulzura, después le llama, señala el malecón y dice:
—El grito venía de allí.
En la dirección que ella acaba de
indicar, él surge.
Él todavía está lejos.
Vuelve del malecón el hombre que camina.
Ya está ahí.
Detrás de él, la marea sube, la masa del encadenamiento continuo comienza a
iluminarse con luces eléctricas. Tras la masa, las humaredas del petróleo, muy
oscuras.
Él llega, camina por la orilla de la
mar, sin
mirar.
Ella
se lo muestra al viajero: —Él vuelve.
Él mira.
—¿Vuelve de dónde?
Ella busca en la dirección que acaba de
rebasar el hombre que camina, ella está limpia, ella dice:
—Algunas veces él deja atrás S. Thala,
pero ya
es bastante con saberlo —y agrega—: con esperar.
Allá lejos él sigue acercándose,
asciende por la playa, tuerce en dirección a ellos. El viajero dice:
—No podemos dejar atrás S. Thala, no
podemos entrar allí.
—No,
pero él —ella hace una pausa—, él, algunas veces, se pierde.
Él
viene. Ellos esperan.
Él llega. Está allí. Les mira. Se
sienta, calla, su mirada azul escudriña a su vez el espacio, y luego habla, les
informa con gran precisión:
—Nos habíamos equivocado —y prosigue—:
el grito venía de más lejos.
Ellos esperan: él no agrega nada.
—¿De dónde?
—De todas partes. —Se detiene—. Eran
numerosos: millones. —Se detiene otra vez—. Todo está devastado.
Él la ve. La señala.
—¿Ha intentado vomitar?
El viajero le responde.
—No sirve de nada. La cosa vuelve a
empezar.
—Es verdad.
Ella es la primera que se levanta. Ella
se levanta. Ella está de pie. Se apoya en el muro.
Pasa un rato; después, ellos también se
levantan.
Ellos están de pie.
El viajero señala la mar que está ante
ellos, la mar, y después, más atrás, el espesor:
—¿Qué hace usted? ¿Camina por la orilla
de la mar? ¿Por la orilla de S. Thala?
—Sí.
—¿Nada más?
—No.
La mirada azul se vuelve hacia la mar,
regresa. Es límpida, de una intensidad fija. El viajero prosigue:
—Sin
embargo..., ese movimiento tan claro, tan regular..., ese recorrido tan
preciso...
—No. No... —se interrumpe—, no —se
interrumpe otra vez—. Estoy loco.
Ellos se miran, ellos miran, esperan.
Llega el viento, pasa sobre S. Thala. La mirada azul vigila el cielo, la mar,
cualquier movimiento, con una atención pareja.
El primero en alejarse, en salir de la
inmovilidad, es él, el hombre que camina. Su paso es regular en cuanto comienza
a caminar.
Ella le sigue. Los pasos de ella son al
principio titubeantes, muy lentos. Después se igualan. Ella camina como él le
marca. Ella comienza a seguirle, pero con retraso.
Entonces, él se detiene para permitir
que le alcance. Ella le alcanza.
Entonces él reanuda su marcha hacia adelante,
hacia el río. Ella le alcanza de nuevo. Él sigue caminando. Así deben cubrir
cada día la distancia, el espacio de las arenas de S. Thala.
Ellos desaparecen, vuelven por la orilla
del río. Rodean, evitan, no penetran en la espesura de piedra.
Tres días.
Tres días entre los cuales hay un
domingo. El ruido aumenta, S. Thala se bambolea, luego el ruido decrece.
Estalla una tormenta que encrespa la
mar.
Tres noches.
Por la mañana, hay unas gaviotas muertas
en la playa. Hacia el lado del malecón, un perro. El perro muerto está frente a
los pilares de un casino bombardeado. Por encima, el cielo es muy sombrío, por
encima del perro muerto. Es después de la tormenta, la mar está embravecida.
El lugar del muro sigue vacío, el viento
bate.
La mar se lleva el perro muerto, las
gaviotas.
El cielo se calma. El encadenamiento
continuo emerge de los petróleos. Después la mar. El sol.
Sol. Por la tarde.
Cuando ella reaparece es por la tarde.
Llega por el camino de tablas. Detrás de ella, el que camina.
Ya están ahí. Llegan al río, lo
atraviesan, van por los lindes de S. Thala, los recorren. Salen de tres días de
oscuridad, se les ve de nuevo a la luz solar de una S. Thala desierta.
El viajero sale del hotel que se
encuentra detrás del muro, les ve, va hacia ellos.
Detrás de ella, él se detiene en cuanto
el viajero sale del hotel. Ella avanza. Ella todavía no ha visto que el
viajero va a su encuentro. Ella avanza movida por la voluntad de aquel que está
detrás de ella.
Son alcanzados. Ella ve al viajero, no
acaba de reconocerlo.
Ella le reconoce.
Detrás de ella, el otro da media vuelta, parte de nuevo. Ha partido hacia el río.
Ella dice:
—Ah,
ha venido usted.
La
tormenta ha ahondado sus rasgos.
Ellos parten primero hacia el malecón,
después hacia el río, se detienen, reanudan la marcha, van hacia una fuerte luz
que se encuentra en el camino de tablas, al borde de la mar, al borde de la
arena, antes del espesor, del encadenamiento de piedra.
Ellos
miran la luz durante mucho tiempo.
Después
entran.
Ella tiene hambre.
Ella come, mira, oye. Hay cosas que ver,
cosas que oír, oleadas de palabras, unas palabras, unas risas. Él mira con
ella, pero de una manera diferente, a veces se vuelve y la mira. Ella dice:
—Tengo hambre, espero un hijo. Cuando lo
dice, sus ojos se agrandan y se apagan enseguida. Ella repite:
—Un hijo.
—¿Todavía?
—Sí.
—¿De quién?
Ella no lo sabe.
—No lo sé.
Ella huele a arena, a sal. La tormenta
ha ennegrecido sus ojos.
El ruido del café aumenta. Cuando el
ruido aumenta demasiado, sus ojos se abren dolorosamente. Su distracción es
continua. Ella pregunta:
—¿Viene usted a S. Thala cada día?
—Sí.
—Está lejos —y agrega—: es una larga
distancia, ¿verdad?
—Sí.
El viajero intenta ver más allá del
lugar cerrado, más allá de los cristales.
Ella, ella sólo mira ahí, el lugar
cerrado.
Más allá de los cristales, del camino de
tablas, de la playa, alguien pasa, una sombra camina con paso monótono, se
dirige activamente hacia la masa negra del malecón. El viajero la sigue con los
ojos mucho tiempo, hasta que ella desaparece tras la masa negra. El viajero
dice:
—Él acaba de pasar por allá abajo,
caminaba muy rápido, no miraba nada.
Ella dice claramente:
—Está buscando —y añade—: hay que
dejarle.
Ella ve quién está a su lado: es el
viajero, el hombre del hotel. Alza la mano, toca el rostro que está mirando, la
mano permanece posada mientras ella mira, está tibia, toca la piel con dulzura
mientras la voz estalla sin eco alguno.
—Ha vuelto usted a S. Thala, ¿por qué?
Ellos se miran.
—Se trata de un viaje. —Él se
interrumpe.
Continúan mirándose, luego el rostro se
aparta, la mano cae.
Permanecen así, sin hablar.
Mucho tiempo.
El ruido decrece.
El lugar se vacía.
Ellos miran, escuchan lo que tienen ante
ellos. Mucho tiempo.
Aquí el ruido sigue decreciendo. Ella
está como atenta a un término cuya amenaza parece aumentar a medida que
disminuye el ruido. Ella dice:
—Se van.
—¿Quiénes?
Ella señala dentro de los cristales,
detrás, en todas partes, el encadenamiento de carne. Su gesto es abierto, de
una ternura desesperada:
—Mis gentes de S. Thala.
El ruido, aquí, ha cesado. Allá lejos,
el roer incesante comienza de nuevo. Aumenta.
Se transforma.
Se convierte en un canto. Es un canto
lejano.
Las gentes de S. Thala cantan.
Ella mira a su alrededor, delante de
ella:
—Se han ido. —Ella escucha—. ¿Les oye
usted?
Sus miradas parten, atraviesan los
cristales, ellos escuchan cómo cantan. Escuchan el canto lejano. Ella levanta
la mano:
—¿Oye usted? —Ella se interrumpe—. Esa
música de ahí.
Es una marcha lenta de solemnes acentos.
Una danza lenta, de bailes muertos, de fiestas sangrientas.
Ella no se mueve. Escucha el himno
lejano. Dice:
—Es necesario que duerma o me moriré.
Señala en dirección al lugar donde ella
duerme.
—Hay que cruzar el río. —Se calla.
Ella escucha.
Él siente miedo: ella no se mueve, no
respira, escucha esa música de allá lejos. Él pregunta:
—¿Quién es usted?
La música continúa todavía. Ella le
responde:
—La policía tiene un número.
La
música continúa todavía. Ella le mira.
—¿Por qué llora usted?
—¿Lloro?
La puerta se abre con un gran estrépito
de viento.
El hombre que camina.
Está aquí.
Entra, solo, en el espacio cerrado, la
puerta se cierra de nuevo. De repente, con él, el yodo de la mar, la sal, el
fulgor azul de los ojos del pleno día, de la noche plena.
Él se levanta, escucha la danza lejana,
dice:
—¿Recuerdan? La música de S. Thala.
Permanece erguido. Escucha. Una sonrisa
pura barre su rostro. Escucha profundamente, con una gravedad insensata, la
música lejana.
Ella señala al viajero, ella dice:
—Llora.
A su vez, los ojos azules se llenan de
lágrimas. La sonrisa permanece fija. Él explica:
—La música de S. Thala hace llorar.
La música cesa.
Él trata de escuchar todavía. Renuncia.
El roer se reanuda, el silencio.
Ella dice, señalando al viajero:
—Tenía miedo.
—¿De qué?
—De no volver a verle a usted.
—Es cierto que...
Los ojos azules se inmovilizan, ven de
nuevo. Ven de nuevo el peligro, la perdición.
—Es cierto que me perdí allá lejos, dejé
atrás la distancia —agrega—, y la hora.
Él señala la dirección solitaria que hay
detrás de la masa negra del malecón. Su mano tiembla.
—No sabía cómo volver.
Él ya no señala nada. Olvida, la ve a
ella, olvida. Él dice al viajero:
—¿Se lo ha explicado ella? Es necesario
que ella duerma.
Él se dirige al viajero:
—Hay que cruzar el río, está cerca de la
estación, entre los dos brazos.
—¿Qué hay allí?
—La prisión de S. Thala, su gobierno.
Se levantan. Salen.
Noche.
A
la luz eléctrica el viajero escribe. El viajero aleja de sí la carta, se queda
así.
Ante él, la carretera vacía; tras la
carretera, unas villas con luces apagadas, unos parques. Detrás de los parques,
el espesor, inasible, S. Thala erguida.
Toma otra vez la carta. Escribe. «S.
Thala, 14 de septiembre.»
«No vengas, no vengas ya, a los niños diles cualquier cosa.»
La mano se detiene, reanuda la
escritura:
«Si no consigues explicárselo, déjalos
que inventen».
Deja la pluma, la toma de nuevo:
«No lamentes nada, nada, acalla
cualquier dolor,
no comprendas nada, has de decirte
que entonces estarás más cerca de...», la mano se alza, prosigue, escribe: «la
inteligencia».
El viajero aleja de sí la carta. Sale de
su habitación.
La habitación sigue iluminada sin
presencia alguna.
Noche. S. Thala desierta.
Él camina. Es el viajero, el hombre del
hotel.
Atraviesa el río, pasa junto a la estación.
La mar asciende entre las márgenes de
cieno. El cielo se agita mucho, está muy bajo, muy oscuro, negro en algunas
partes. La estación está cerrada.
Él se gira. Está allí. El río se separa.
Está allí, entre los dos brazos del río.
Es un gran edificio de piedra, de formas
sencillas. La escalinata da a un terreno bordeado por los brazos del río.
Ella está allí, duerme en el peldaño más
alto de la escalinata, respaldada en la pared del edificio, en la misma postura
que en la playa.
Él también está allí. Está de pie en la
punta extrema del terreno, frente a las desembocaduras, a la brecha de la mar.
Él habla.
El viajero avanza por el terreno de la
isla. Hay huellas de la tormenta, ramas quebradas. Pasa por delante de ella, se
aproxima, ve que ella duerme profundamente. Su respiración es rítmica, calmada.
El viajero prosigue hacia la punta de la
isla, que está a una veintena de metros de la que duerme.
Pero no llega hasta allí.
Se sienta en un banco, a media distancia
entre la que duerme y el que habla en la punta de la isla.
Desde
las riberas exteriores del río, desde todas partes, los barcos toman rumbo
hacia la mar. Se les ve pasar por la desembocadura formando una larga cadena.
De pronto, un llanto.
De pronto, entre el ruido de los motores
y el ruido de la mar, se inserta el llanto de un niño. Se diría que ella forma parte
del lugar
donde duerme.
Durante un instante la voz continúa, esa voz, sin efectos, circula por la isla,
se mezcla con el llanto, se inserta entre el ruido de los motores y el estruendo de la mar.
Después cesa,
El hombre ha debido de oír el llanto.
Deja
la punta de la isla. Viene. Ve al otro, al viajero, se detiene cerca del banco.
—Ah, ha venido usted.
Parte
de nuevo, hacia la escalinata. Se inclina sobre ella, escucha, se incorpora,
regresa, siempre apresurado. Vuelve a pasar por delante del banco, se detiene,
anuncia:
—Ella duerme bien.
El llanto, incesante.
—Ese
llanto, ¿es ella?
—Sí. Se impacienta, ¿comprende?, pero
duerme. —Se interrumpe—. Es solamente ira,
no es nada.
—Ira, ¿contra qué?
Él muestra a su alrededor el movimiento
general.
—Dios —prosigue—. Contra Dios en
general, no es nada.
Se aleja con vivacidad, llega de nuevo a
la punta de la isla.
El ruido aumenta. Y el llanto. Y el
desorden de las desembocaduras.
El viajero se reúne con él en la punta
de la isla.
Puede verle bien a la claridad de la
mar: mira como en el primer día.
Los ruidos de los motores siguen
multiplicándose, el movimiento de los barcos sigue multiplicándose, el
engullimiento de la mar continúa.
Él habla, dice:
—¡Qué desorden! —y añade—: hay que
esperar una hora todavía, ya no habrá más salidas y, en mi opinión, la mar
habrá dejado de subir —prosigue—, porque, de todos modos, el tiempo pasa.
Señala la turbulenta desembocadura:
—Mire, mire aquí, mire.
Muestra el río invadido, los desgarrones
del agua, la mezcla de las fuerzas del agua, el brusco ascenso de la sal hacia
el sueño.
El llanto llama. El llanto grita.
El viajero dice:
—No me atrevo a volver al hotel, no me
atrevo a alejarme de ella.
Él responde, frente al desorden:
—Comprendo... —señala ante él—,
comprendo... Tampoco yo puedo hacerlo... Mire...
Muestra, a su alrededor, la totalidad.
El llanto sigue llamando.
El que mira la mar ya no parece oírlo.
El viajero abandona la punta de la isla,
regresa hacia la que duerme. Se sienta cerca de su cuerpo abandonado, la mira. Sus
labios están
entreabiertos. El lamento de animal soñante se hace más suave. La cabeza está
totalmente dormida. Se inclina, posa la cabeza sobre su pecho, oye el llanto
del niño y los latidos del corazón conjugados, el lamento del niño, la ira del
corazón.
Se levanta. Lucha contra el vértigo.
Camina, se detiene, echa a andar de
nuevo. Atraviesa una vez más el terreno de la isla, se dirige otra vez hacia el que
mira el movimiento de las aguas.
La mar sigue subiendo. El río se llena.
Las márgenes están anegadas. La mar está cada vez más cerca del terreno de la isla.
Él
hace señas al viajero para que se acerque, para que vea.
Habla,
indica:
—Mire, mire allá, a lo lejos.
De las desembocaduras llega una bruma muy tenue. Danza ante los ojos, cae, la
mar la desmenuza, pero llegan, danzantes, otras hileras de bruma. Él dice:
—Mire —y sonríe.
Sigue oyéndose el llanto airado del
niño.
Ahora se aprecia menos el movimiento de
las aguas. El engullimiento de la sal pierde fuerza.
El viajero señala la escalinata.
Solicita:
—Dígame algo de la historia.
Él no se vuelve, sólo ve lo que tiene
delante, responde:
—En mi opinión, la isla salió antes
—señala la mar— de ahí. S. Thala llegó después, con el polvo —agrega—,
¿entiende usted?, el tiempo...
El silencio comienza con un
espaciamiento de la salida de los barcos. Él dice:
—El silencio comienza con un
espaciamiento de los tiempos...
El llanto acaba de espaciarse.
—Mire.
Un valle de agua comienza a formarse
entre las márgenes de cieno. En las desembocaduras empieza a verse una
diferencia: la mar se orla de blanco, la sal se separa, ya no penetra. Los
declives de agua están colmados.
La ira, el llanto acaba de cesar.
Una última ola de palabras sale de él.
Sus ojos brillan y se cierran, encaran la paz de las aguas.
—Objeto de deseo absoluto —dice—, sueño nocturno, alrededor de esta hora o a
cualquiera, abierta a todos los vientos —se detiene, prosigue—, objeto de deseo, ella está
para quien
quiera algo de ella, ella le lleva y le embarca, objeto de absoluto deseo.
Sus ojos se abren. Se vuelve hacia ese
otro hombre,
el viajero, y después hacia ella, que
duerme, y después su mirada atraviesa S. Thala, se pierde.
Ellos van junto al cuerpo dormido,
Se aproximan, lo miran. El cielo se ha vuelto perfectamente claro.
Están sentados cerca del cuerpo dormido.
Los labios han vuelto a cerrarse. La respiración, pacientemente, se abre camino
en la respiración del conjunto.
Él
la mira tal como un instante antes había mirado la mar, con una pasión
insensata. El viajero pregunta:
—¿Cuándo empezó la historia?
Él se vuelve, fija en él su mirada
ausente, de
repente está sumergido en la certidumbre:
—En mi opinión, con la luz, con el
estallido de la luz.
Él continúa mirándole, le reconoce, en
la transparencia de sus ojos todo se ahoga, todo se iguala, dice:
—Usted ha venido a S. Thala por ella,
usted ha venido a S. Thala por eso.
Él la señala. Ella les mira: duerme con
los ojos abiertos.
El viajero abandona la isla. El otro le
acompaña.
Caminan.
Caminan, rodean la estación. Él muestra
al viajero el espesor, la masa de S. Thala.
—Sus hijos están allí dentro, ella los
hace, ella los da —y añade—: la ciudad está llena de ellos, la tierra.
Se detiene, señala a lo lejos, hacia la
mar, hacia el malecón:
—Ella los hace ahí, donde surgió el
grito, ella los deja, ellos vienen, se los llevan.
Él mira fijamente en dirección al
malecón, continúa:
—Es un país de arena.
El viajero repite:
—De arena.
—De viento.
Él se vuelve hacia el viajero.
Se miran:
—¿Se acuerda usted un poco...? El día
del grito..., ¿se acuerda?
—Poco. Muy poco.
Él muestra de nuevo al viajero el
encadenamiento continuo:
—Ella ha habitado en todas partes, aquí
o en otros lugares. En un hospital, en un hotel, unos campos, unos parques, unas carreteras —se interrumpe—, un casino municipal,
¿lo sabía usted? Ahora, ella está ahí.
Señala la isla. El viajero pregunta:
—¿Prisión
fuera de los muros?
—Eso es.
—En
los muros ¿está ahí el crimen?
Él responde distraído:
—El crimen, etcétera.
Siguen caminando. El viajero pronuncia
algunas palabras.
—Fuera,
internamente voluntaria.
Él no oye, mira hacia la mar, al fondo
del espacio,
un claro del cielo, y dice:
—Luna, mire, luna de los locos.
Siguen caminando, lentamente. El viajero
pregunta:
—¿Ha olvidado ella?
—Nada.
—¿Perdido?
—Quemado. Pero está ahí, disperso.
Él muestra con negligencia el
encadenamiento continuo, la materia negra.
Se
detiene, mira de nuevo la mar, largo tiempo, después retorna a la isla, cerca
de ella.
Noche.
El viajero pasa por la orilla de la mar.
Rodea el hotel por detrás del muro, lo
deja atrás.
Camina por una carretera, se dirige
hacia una casa que hay en una elevación.
Se detiene ante la casa. Rodeando por
completo la casa, la masa, el vértigo de S. Thala.
La casa es un rectángulo gris con
postigos blancos. Domina la playa, la masa del malecón, la ciudad envenenada.
El jardín está yermo, la hierba es muy alta y rebasa los muros.
La verja entreabierta invita, da miedo.
El viajero se va.
Camina de nuevo por la carretera,
desciende hacia la playa. No va hacia el malecón, va hacia el muro.
El viajero entra en el vestíbulo del
hotel que está detrás del muro. El lugar está poco alumbrado. Dos hileras de
butacas están allí, cara a la mar. Una puerta da a un balcón, la puerta está
abierta. Unas plantas negras se agitan con el viento que entra por la puerta.
Unos espejos paralelos ocupan las paredes. Los espejos reflejan las columnas
del centro del vestíbulo, sus sombras macizas multiplicadas, las plantas
verdes, las paredes blancas, las columnas, las plantas, las columnas, las
paredes, las columnas, las paredes, las paredes, y después a él, el viajero,
que acaba de pasar.
Día.
Ella está en el patio del hotel cuando
el viajero
sale. Ella lleva las ropas que vestía por
la noche. Ella le espera con los ojos fijos en la fachada blanca. Rígida, fuera de
las paredes, mira el hotel.
Ella oye su paso, le ve, ella va hacia
él.
—He venido.
—Yo iba a buscarla —añade—. ¿Sabía usted que yo iría?
Ella
no le comprende bien.
—¿Adónde?
—A la isla. ¿Lo sabía?
—No.
Ella se acerca a él, apoya la cabeza
sobre su
hombro en un gesto de confusión, de
temor. Se diría que tiene frío. Ella dice:
—Yo conozco este sitio.
Levanta la cabeza, mira el hotel, le
mira a él y añade:
—Yo le conocía a usted.
El viajero calla. El desconcierto
aumenta súbitamente,
ella mira de nuevo el hotel.
—He ido a la isla esta noche.
—Ah.
—Y, en la playa, la encontré a usted.
Con la cabeza levantada, ella mira la
fachada blanca del edificio de formas sencillas que se alza frente a la mar, a
él le cuesta llevársela. Se la lleva, rodean el hotel.
La playa.
Hay algunos paseantes a lo lejos,
caballos que van al paso. El cielo es leve, el tiempo está muy claro.
Caminan hacia la mar, sobre la arena
desnuda.
Ella tiene frío todavía, el hotel la persigue,
se vuelve una vez más. Él la hace girar, se la lleva. Ella dice:
—Le he preguntado dónde vivía usted, él
me ha pedido que le dijera cómo era usted. —Se interrumpe—. Entonces me ha
dicho cómo podía encontrarle —ella interroga con la mirada—, no me he
equivocado.
—No, es justamente así.
Ella está todavía temblorosa. De nuevo
el hotel detrás: él dirige la cabeza hacia ese lado. Lo señala.
—¿Lo había visto ya?
—No —y añade—: no voy nunca por allí,
por ese lado de S. Thala.
Él sigue llevándola. Ella camina.
Ella ve la mar. Dice:
—Algunas veces esto está tranquilo.
Se diría que comienza a olvidar el
hotel.
—No
se oye nada.
Ella la señala, es la mar de la mañana,
la mar
que bate, verde, fresca. Ella avanza, sonríe, dice:
—La mar.
Ella se detiene de nuevo. Él sigue
caminando. Ella mira otra vez hacia atrás.
—Sigamos.
—Debo irme.
Ella sólo sigue al otro hombre de S.
Thala. Debe de tener miedo de seguir al viajero.
Él se sienta, la llama.
—Venga a mi lado. Nos detendremos aquí.
Ella se acerca. Se sienta cerca de él.
Calla. Después busca en la playa a ese otro hombre.
Es él, el viajero, quien le descubre
antes.
—No está lejos, mire.
Helo ahí, a lo lejos, surgiendo de
detrás del malecón. Camina en la dirección infatigable de la mar.
Ella le ha visto. El color vuelve a su
rostro. Poco a poco un relajamiento se produce. El recuerdo del hotel se aleja.
Ella le mira a él, al viajero. Ya no
tiembla. Está tendido sobre la arena, ella sigue mirándole. Ella debe de sentir
algo de la fatiga del viaje. Toca los ojos sin sueño. Ella dice:
—He venido a verle para ese viaje.
Él la llama otra vez.
—Venga a mi lado.
Ella se desliza hasta él. Se inclina,
apoya el rostro contra su pecho, se queda así.
—Oigo su corazón.
—Estoy a punto de morir.
Ella levanta ligeramente la cabeza. Él
no la mira. Él repite:
—Estoy a punto de morir.
Él ha lanzado una especie de grito. La
frase queda ajena. Pero el grito la hace enderezarse, separarse ligeramente de
él. Ella sigue inclinada sobre él, sobrecogida, súbitamente desconfiada. Ella
espera. Dice:
—No.
Ha hablado con dulzura. En esa dulzura
se pierde la brusquedad del grito, se diluye la amenaza.
Ella prosigue:
—He venido a verle para ese viaje que
quiere hacer.
Ella se calla. Él no pregunta. La frase
permanece abierta, ella no sabe el final. Se cerrará más tarde, ella lo
presiente, no precipita nada, espera.
Al otro extremo de la playa, a lo largo
del malecón, la marcha se ha reanudado. El recorrido es regular. Él va, viene.
Es visible a todo lo
largo del recorrido. Ella le señala, dice lentamente:
—Él me ha dicho varios nombres esta
mañana, cuando yo le buscaba a usted. —Se interrumpe—. Yo he elegido el de S.
Thala.
Ella no se mueve, atenta al desarrollo
de sus propias palabras.
—De eso nos conocíamos —añade ella—.
Hace mucho tiempo que yo estoy aquí y usted debía de saberlo. Usted debía de
saber algo de eso.
Derrame de arena continuo. La marcha del
loco marca el tiempo de sus palabras.
—Entonces —ella prosigue— ha venido a S.
Thala por mí.
Ella le examina de arriba abajo, hace un
signo de negación, dice «no», niega el accidente del pensamiento que acaba de
producirse, que acaba de atravesarla. A sí misma: no. Después, dice con
certidumbre:
—Usted ha venido aquí para matarse.
Ella espera. Él no responde. Se diría
que duerme. Ella le toca, añade:
—Si no fuese así, no me habría visto.
Ella le llama:
—¿Comprende?
Él hace una señal de que sí comprende.
Ella se calla. Él pregunta:
—¿No la había visto nadie nunca?
Ella dice claramente:
—Todo el mundo me ve —espera—, pero
usted ha visto además otra cosa.
Ella le señala a quien camina, a lo
lejos, y añade:
—Él.
Ella se ha inmovilizado frente a la mar.
Él dice:
—Los había olvidado.
—Sí, eso es. —Ella descifra lentamente
el espacio—. Entonces, usted vino a S. Thala para matarse, y luego vio que
todavía estábamos aquí.
—Sí.
—Usted se acordó.
—Sí —y añade—: de... —Se interrumpe.
—Yo no sé la palabra para decir eso.
Ambos se callan.
Una sombra pasa por el cielo. Llega el
viento, se va de nuevo. El movimiento de la mar va a cambiar de sentido. Ese
cambio se prepara.
La marcha, a lo lejos, continúa ante la
mar.
Ella se levanta, se vuelve hacia el
malecón, hacia la marcha.
—Voy a verle, volveré.
Él no la retiene. Ella está de pie cerca
de él, pero con los ojos puestos en el hombre que camina a lo lejos.
—Debo preguntarle algo —y repite—:
volveré.
Ella sigue esperando. Todavía tiene algo
que decirle.
—Es por ese viaje. —Se interrumpe—. No
entiendo cómo sé que debemos hacerlo.
Ella señala a lo lejos:
—Él me lo dirá.
Ella se aleja, él la llama. Él pregunta:
—S. Thala ¿es mi nombre?
—Sí —ella lo explica, señala—: aquí,
todo es S. Thala.
Ella se aleja. Él no la llama. Ella
bordea la mar.
Él mira cómo camina. Ella camina más
deprisa que de costumbre. Con un paso regular, también ella, de pronto.
Ella le alcanza. Comienza a caminar con
él. En lugar de volver sobre sus pasos, él continúa, ella continúa con él.
El movimiento de la mar se ha invertido.
Se prepara el descenso del río, su deslizamiento hacia el abismo de sal. Por
los estallidos blancos pasan las gaviotas de la mar. Llegan hasta la arena
desnuda. Sus gritos hambrientos las preceden.
Ya no se las ve por ninguna parte.
Reaparecen mucho tiempo después.
Él vuelve por la orilla de la mar. Ella,
por el
camino de tablas: ella no mira nada, evita ver los blancos enjambres y el
espesor innumerable.
Se dirigen hacia el río.
El viajero no va a la isla esta noche.
Es el principio de la tarde. Ellos
pasan.
Él, por la orilla del mar. Ella, por el
camino de tablas.
El viajero está en el camino de tablas.
Ella no le ve. Ella no ve nada.
Van hacia el malecón. Desaparecen detrás
del malecón.
Tal vez preparan el nacimiento del hijo,
allá lejos, detrás del malecón del grito de S. Thala.
Regresan al caer la tarde. Las gaviotas
de la mar gritan. Ella camina ligeramente encorvada, casi pesadamente: al
parecer se aproxima realmente el nacimiento de un niño.
No las llama.
El viajero espera en otra parte, les
espera en el vestíbulo del hotel. Les espera a otra hora. De noche. De noche,
en el vestíbulo del hotel.
El vestíbulo ha cambiado de aspecto. Los
espejos se han empañado. Las butacas están enfrente de los espejos, alineadas a
lo largo de las paredes blancas. Sólo las plantas negras continúan en su sitio.
Siguen moviéndose con el viento que llega de la puerta abierta. Movimientos
lentos de oleaje pernicioso, de espíritus muertos.
Él llega cuando es noche negra. Ella no
ha venido, él está solo. Entra en el vestíbulo con su paso rápido, ve al
viajero sentado en una butaca junto a la pared. Dice:
—Pasaba.
Y añade:
—Yo no vengo nunca por este lado.
Descansa, mira.
Bruscamente, ve el vestíbulo.
Rodeándolo por completo, el vestíbulo.
Él lo mira.
Sus ojos brillan. La oscuridad es casi
total. Él mira como lo hace en pleno día. Prolongadamente.
Se mueve.
Va hacia el balcón, regresa, sigue
mirando fijamente. Sigue acercándose. Pasa otra vez por delante del viajero
sentado en la penumbra, ya no le ve, sólo ve el vestíbulo.
De repente, se inmoviliza en el centro
de la pista, muestra el espacio con un gesto, describe el espacio entre las
butacas alineadas y las columnas, pregunta:
—¿Estaba aquí? —Se detiene—. ¿Ahí?
Su voz es insegura.
Espera.
De pie, en el centro de la pista de
baile, continúa esperando.
Después, muestra de nuevo el espacio,
describe el espacio entre las butacas alineadas, repite el gesto, espera, no
dice nada.
Camina, recorre el espacio, lo recorre
otra vez, se detiene.
Vuelve a caminar. Se detiene de nuevo.
Se inmoviliza.
Cantan, muy bajo.
Cantan.
Él canta.
Es la música de las fiestas muertas de
S. Thala, los pesados acentos de su marcha.
Él avanza. La rigidez habitual
desaparece de un solo golpe. Helo ahí, avanza, canta y baila al mismo tiempo,
avanza por la pista, bailando, cantando.
El cuerpo se desboca, recuerda, baila al
dictado de la música, devora, quema, está loco de felicidad, baila, quema, una
quemazón cruza la noche de S. Thala.
Algunos segundos. Él se detiene.
Está quieto. Ya no se mueve. Ya no
canta, busca
a su alrededor el acontecimiento externo que ha interrumpido el baile, el
canto, busca lo que ha sucedido, invadido por un vértigo que sólo él padece.
Algo se movió en el fondo del vestíbulo.
Él pregunta:
—¿Quién está ahí?
Escucha su propia voz. La fijeza de la
mirada no cambia. Siente sus propias palabras tal como hace un rato sentía su
propio movimiento. Él dice, él repite:
—¿Quién está ahí?
Parece tener miedo, se vuelve, se
yergue.
El viajero se ha levantado, se acerca
lentamente desde el fondo del vestíbulo.
El viajero mira a ese otro hombre. Da
algunos pasos, llega a la luz de la pista. Él le mira.
Le ve.
La inmovilidad se rompe, la boca se
abre, no sale de ella sonido alguno, él hace de nuevo un esfuerzo para hablar,
no lo consigue, cae en una butaca, tiende la mano hacia el viajero, le mira
como en el primer día, murmura:
—Usted, era usted. —Se detiene—. Ha
vuelto usted.
Él llora.
Domingo. El ruido no aumenta en S.
Thala. Hace viento. Después llueve.
El viajero camina por S. Thala bajo la
lluvia.
No los encuentra.
Una noche. Un día.
El viajero no los ve en ninguna parte
del espacio, del tiempo, de S. Thala.
Una noche negra.
Ella pasa por delante del hotel.
El viajero está en el balcón, la ve
pasar por el camino de tablas, su sombra se destaca sobre la mar.
Ella camina lentamente, sin detenerse,
hacia el malecón. No se vuelve hacia el hotel. Va directa, en la noche.
El hijo, es el hijo, su nacimiento.
Esta noche, él, el otro, la sigue. Ella
avanza, le ignora. Él continúa siguiéndola. Ella se lanza, animal, se abalanza.
Ella desaparece detrás de la masa negra
del malecón, se pierde en la arena, en el viento ilimitado.
Él se pierde a su vez, desaparece a su
vez.
Nada más. Sólo el espesor innumerable,
adormecido.
Al día siguiente, día de sol.
El viajero camina alrededor de S. Thala
bajo el sol.
Se aleja, no penetra en ella. Camina por
una carretera flanqueada por casas cerradas: islas en el océano de piedra.
Busca en S. Thala, más allá.
Sol todavía.
El viajero pasa por delante de una casa
habitada. Hay una terraza en el parque. Desde la carretera se ve algo. Las
ventanas están abiertas. Hablan en el interior de la casa.
Una mujer ríe: una risa ligera, breve.
Pleno día.
El viajero vuelve sobre sus pasos.
Se aleja.
Es el atardecer, a la orilla del río, en
la isla. Ella está sola, sentada en la ribera, mira, ante sí, S. Thala. El
viajero se sienta cerca de ella, ella le ve:
—Ah, ha venido usted.
Ella está absorta en lo que ve. Él le
pregunta:
—¿Le ha preguntado usted sobre el viaje?
Ella recuerda:
—Él dice que yo siempre he hablado de
ese viaje mientras estaba aquí, en S. Thala.
El sol se oculta. Ella está a punto de
dormirse en la atención que pone mirando S. Thala. Debe de esperar ya al otro
para que la conduzca al sueño.
Su rostro no tiene huella alguna de
fatiga ni de dolor. Pero ha adelgazado y hay en sus ojos una fuerza sonriente.
Ella se da cuenta de que el viajero se
aleja.
El viajero pasa de nuevo por delante de
la casa habitada. Se detiene. Desde la calle puede verse la terraza, una parte
del parque.
Llama. La puerta se abre automáticamente
desde el interior, entra. El lugar es muy claro, amueblado en blanco.
Una voz de mujer:
—¿Quién es?
No responde, no llega a hacerlo. Ante
él, hay un ventanal abierto que da a la terraza. La voz procede de la parte de
la terraza que él no puede ver, detrás del ventanal. El viajero espera.
Y es allí, en el ventanal, donde ella
aparece. A contraluz. Lleva un vestido de verano. Sus cabellos son muy negros y
están sueltos.
Ella le ve mal en la penumbra de la
entrada.
—¿Por quién pregunta usted?
Él avanza un paso, no dice nada. Ella
sigue viéndole mal.
—¿Pero qué es lo que quiere?
El viajero avanza más hacia ella. La
mujer le ve venir, sonríe, está sorprendida, pero no parece sentir ningún
temor.
Él da aún otro paso, se detiene. Ha
llegado a la luz de la terraza.
Ella le ve.
La mirada le abandona de golpe. El
rostro se cierra, los ojos, un dolor irresistible parece atravesar su cuerpo.
Ella va hacia la terraza, él la sigue.
Ella hace un gesto maquinal, señala una butaca, dice:
—Siéntese, por favor.
Ambos están de pie, inmóviles. Ella
murmura.
—Ha vuelto usted...
Ya no se miran.
Él sigue de pie cerca de ella. Ella no
se sienta. Se apoya en la mesa de la terraza.
Ella coge un cigarrillo. Su mano
tiembla.
Ella se sienta.
Está en la luz de un parasol azul.
Él comienza a mirar: la belleza está
allí, todavía presente.
A su derecha tiene una mesa baja, encima
hay un libro abierto. Delante de él hay una avenida. Al fondo, una verja
blanca. El parque se extiende, césped verde, hasta la verja cerrada.
—¿Ella no se ha curado todavía?
—No.
Ella aparta la vista, su cabeza cae
sobre el respaldo de la butaca, se oculta mirando al parque, dice:
—Algunas veces... creo que me llama...,
todavía... ahora todavía...
Hace un esfuerzo. Sus mandíbulas se
aprietan para no llorar.
Ella no llora por ella misma.
Él sigue mirándola con una intensa
atención. Ella no se da cuenta.
—Yo sabía muy bien que ella no había
muerto, me habrían avisado... —Ella vacila y pregunta en voz más baja—: ¿Dónde
ha ido a parar?
—A la prisión de S. Thala.
—Ah...
Ella desecha la imagen, vuelve a caer
sobre el respaldo.
Su cuerpo es muy visible bajo el
vestido. Su cuerpo todavía con vida. Sus piernas están desnudas, sus pies descalzos sobre la
piedra de la terraza.
El viajero sigue mirándola con la misma
atención anormal. Ella sigue sin advertirlo. Ella murmura de nuevo, pregunta:
—¿Habla todavía de mí?
—No.
Ella coge otro cigarrillo. Todavía
tiembla. Sus ojos son muy oscuros, pintados de negro, fosas sin fondo donde el
sentido se pierde.
Ella mira sin ver cierto punto del
parque.
—Supongo que no puede hacerse nada por
ella, ¿verdad?
—Nada.
Ella sigue sin advertir la atención
insondable de que es objeto. Pregunta:
—¿Por qué ha regresado usted a S. Thala?
Silencio. Ella se sorprende.
Ella se vuelve hacia él. Ve, ve la
mirada.
Él trata de responder. Comienza a
responder:
—No estoy seguro de haberlo deseado —se
interrumpe.
Hace un signo de que seguramente se
equivoca, de nuevo trata de responder:
—No... Me equivoco... No... —y añade—:
Lo he deseado.
—¿El qué?
—Matarme —agrega—. Buscaba un lugar para
hacerlo, lo he encontrado.
Ella se incorpora ligeramente en su
butaca —por espacio de un segundo su mirada se clava en el parque y vuelve a
ver el pasado en su totalidad—, después su mirada regresa, y dice:
—Es así... Tiene que ser así...
Dondequiera que ella vaya todo se diluye.
El viajero no recoge el error que acaba
de cometerse sobre la cronología de la muerte.
—¿Es, entonces, inútil la muerte?
—Sí.
Ella le mira a su vez. Ambos se miran.
Él dice:
—No estoy seguro de reconocerla a usted.
El cambio llega con la brusquedad de un
paso del día a la noche:
—¿Cuál es la diferencia?
Él hace un signo: no sabe cuál.
Ella comienza a sonreír. Ella sonríe.
Insensiblemente, se produce un cambio en el rostro. Ella sonríe.
—¿No lo ve usted?
La sonrisa está pegada en medio del
rostro. Por debajo, el rostro se hace irreconocible. Ella sigue sonriendo.
Ya no se ve quién es ella. Ella dice:
—Míreme.
Ella se levanta. Se queda frente a él,
erguida, rígida. Él tiene ante sí el cuerpo entero, el rostro, la sonrisa.
—¿No la encuentra?
—No.
Ella se sienta de nuevo.
—Siga mirando.
Ella inclina el rostro hacia adelante:
se refiere al rostro. Él dice:
—Su pelo.
—Sí. —La sonrisa se acentúa.
—Teñido.
—Sí. De negro —añade, y la sonrisa se
acentúa más—. Mis cabellos negros teñidos de negro. —Ella agrega todavía—: ¿Eso
es todo?
El espanto pasa; terraza, parque,
lugares de espanto súbitamente. El viajero se levanta, se apoya en la mesa, ya
no la mira. Ella sigue mirándole, esperando todavía la respuesta, y sonríe:
—¿Qué? ¿No ve nada más? —señala a su
alrededor, la habitación, el parque, el espacio cerrado por muros y verjas, las
defensas—. ¿No ve usted nada?
Él niega por señas: nada más, no ve nada
más. Ella dice:
—La muerta de S. Thala.
Ella repite, ella dice:
—Yo soy la muerta de S. Thala.
Ella espera, termina la frase:
—Me he librado de ella.
Ella espera un poco más, termina la
frase:
—La única entre vosotros —agrega—: La
única, la muerta de S. Thala.
Se vuelve hacia su parque, hacia su
habitación. Ya no termina ninguna frase. La sonrisa está todavía allí, debajo
de ésta no hay más que unos rasgos.
Él se va. Ella le deja ir. Ella se queda
allí. Allí.
Él recorre el camino del parque, abre la
verja, sale.
Afuera. El espacio. Las gaviotas de la
mar que cruzan.
Hay humo negro sobre S. Thala.
Pleno día.
El viajero mira desde la ventana de su
habitación.
De pronto, unos clamores de sirenas de
alarma. Es hacia el río.
El viajero mira su reloj, y después, de
nuevo, el humo negro en el sol.
Las sirenas cesan.
Se oyen pasos, afuera.
Una mujer atraviesa el patio, va hacia
el vestíbulo.
La acompañan dos niños. Visten ropas de luto.
El viajero se retira de la ventana,
espera, escucha, espera.
Las sirenas de alarma vuelven a recorrer
la ciudad, desencadenadas.
El humo continúa elevándose por encima
de S. Thala, junto al río.
Este día, en S. Thala hace un calor
inmóvil. La sombra de los árboles está anclada en el suelo de S. Thala. El
viento la ha abandonado. Un sol fijo en un cielo vacío la recubre.
El viajero va hacia la mesa, toma la
carta, la mete en un sobre y vuelve a dejarla sobre la mesa.
Él sale de la habitación.
El pasillo: allí, al final, el hombre
que camina.
Se halla a la luz de las ventanas de la
escalera.
Espera.
Los dos hombres se miran. La boca ríe,
los ojos azules brillan en el rostro quemado.
Señala en dirección a las sirenas y
anuncia:
—El fuego.
Sus ojos son de una transparencia
líquida. Añade:
—La prisión —y agrega—: estaba apagada
cuando yo me fui. —Se detiene, le informa—: Aquello arde a menudo.
Las sirenas aúllan. El viajero dice:
—Está ardiendo todavía.
—Sí, pero más lejos. —Se interrumpe—.
Aquello arde siempre por alguna parte.
Las sirenas han cesado. El viajero
pregunta:
—¿Pasa usted?
—La busco —explica—. Algunas veces, ella
cruza los límites de S. Thala, pero basta con saberlo.
Él mira a su alrededor, añade:
—A no ser que esté aquí.
—No.
Él se aleja, recuerda algo, vuelve.
—Preguntaron por usted en el vestíbulo,
he dicho que esperaran.
Se va.
El viajero se queda donde está, espera.
Mucho tiempo. Después, alguien viene.
Alguien sube la escalera. La reconoce.
Es la mujer que ha atravesado el patio. Ella le ve en lo alto de los escalones.
Las sirenas han cesado. Ella le mira, dice:
—Me ha dicho que estabas aquí, un hombre
a quien no conozco.
Ella continúa subiendo. Él no la mira.
Ella llega cerca de él.
—Podemos ir a tu habitación —el tono es
tímido, asustado.
Él mira los cristales del pasillo. Ella
dice:
—No te reconocía.
Ella le toca el hombro, repite:
—¿Podemos ir a tu habitación para
hablar?
Él dice —la voz es lenta, suave,
quebrada de repente:
—Te he escrito. La carta está todavía
ahí.
Ella vuelve a dejar la carta sobre la
mesa. Ella está de pie, mira por la ventana la ciudad inmóvil, el humo sobre la
isla.
Las sirenas pasan, cruzan. Ella dice,
con voz baja, blanca:
—No acabo de comprender...
Él la mira: la mirada está ausente. Ella
retrocede, tiembla.
—Has dejado de...
Él trata de responder, no lo hace. Ella
continúa:
—Me pregunto incluso... si ni siquiera
al principio... nunca me habías... —Se interrumpe.
Él dice:
—Claro que no.
Las sirenas, de nuevo a todo volumen,
ensordecedoras, atraviesan S. Thala. Ella deja de hablar, el miedo la ha
invadido, exclama:
—¿Pero qué es eso?
—El fuego.
Ella grita con las sirenas:
—¿Dónde?
—Lejos.
El escucha las sirenas. Ella ve la
atención que él pone para seguir sus recorridos. Esa distracción desencadena la
ira, ella grita de nuevo:
—Hay otra cosa, estoy segura, hay otra
cosa.
Las sirenas se alejan, se alejan aún
más, se hacen lejanas.
Él mira ante sí, la calle vacía, el
sempiterno sol.
La ira se repliega.
Ella suplica de repente:
—Háblame, te lo ruego.
Él dice:
—Querría volver a ver a los niños.
Cierra los ojos, da un paso. Ella cree
que él va a irse, lo retiene...
—No te vayas antes de que yo sepa...
Él dice:
—Querría volver a ver a los niños.
Espera.
Ella no responde. Ella le mira
prolongadamente, luego se acerca, vacila, se acerca más:
—¿Desde cuándo dura eso?
Su voz es lisa, sin timbre. Él dice:
—Desde siempre.
Ella lanza una exclamación, una risa
forzada, breve. Él mira: el rostro se ha helado en la risa silenciosa, la
mirada implora:
—¿Te burlas de mí?
—No.
La sinceridad de la respuesta da miedo.
Ella retrocede. Y entonces, cuando ella ha retrocedido, él se da cuenta del
error que acaba de cometer. Va hacia ella, hace un gesto de excusa, dice:
—Compréndeme... —Se detiene, agrega—: lo
que quería decir... sólo lo sé desde hace algunos días.
Ella espera: nada, él no dice nada más.
Ella dice:
—Me das lástima...
Él no responde.
Los gritos brotan otra vez, pero sin
fuerza, la ira se ha roto.
—Quisiera una explicación... Creo que
tengo derecho...
Él no la ha oído.
—¿Qué es lo que me reprochas?
—No, nada..., yo...
Está delante de ella. Ella ve el
esfuerzo que hace para intentar hablar, su impotencia para lograrlo. Ella le
toma la mano, él se deja hacer. Él dice al fin:
—Se trata de un acontecimiento que se
ignora —y agrega—: de orden general.
Ella suelta su mano, dice en un soplo:
—¿Lo haces a propósito?
—No.
Ella espera: nada más, él no dice nada
más.
Él ha olvidado su presencia, mira la
calle. De pronto, bruscamente, ella comprende la inutilidad de toda medida.
—Pero, vamos a ver... ¿Es algo serio?
La voz está como aniquilada.
—Quieres decir que...
—Sí.
Ella vacila una vez más:
—¿Y esperan algo de ti?
—Sí.
Ella espera. Él no dice nada. Sigue
esperando, largo rato: nada.
Entonces ella se mueve. Camina.
Se mueve por la habitación, va, viene.
Rumor de sollozos reprimidos. Se oye muy bajo:
—Y yo, pobre de mí, que no me daba
cuenta de nada...
Ella se detiene de súbito.
Se queda inmóvil.
Se ha detenido cerca de la mesita de
noche. Tiene en la mano un frasco de cristal
lleno de píldoras negras, no empezado. Ella lo mira, lee la etiqueta
del frasco.
Las sirenas pasan en tromba por la
carretera, delante del hotel, siguen dirigiéndose hacia el río.
Ella deja el frasco. Mira largo rato al
hombre que está ante ella. Se pasa la mano por la cara para conjurar la visión.
Él la ve. Tiene para ella un gesto de
excusa, pero no consigue decir nada. Ella pregunta, con la misma voz
aniquilada:
—¿Qué significa esto...?
Él dice por señas: nada; dice por señas
que eso no significa nada.
Ella se acerca a él sin ruido, llega
hasta muy cerca de su rostro, hasta poder tocarlo, ella dice:
—Te conozco. No lo harás.
Las sirenas de nuevo, hacia el río.
Se callan.
Ella dice reposadamente:
—Los niños están en el vestíbulo.
Las sirenas de nuevo, hacia el río.
Los niños.
Se levantan, miran cómo se acerca. Son
blancos entre sus ropas negras. No se mueven, le miran, y solamente a él.
Están uno junto a otra, a un metro de
distancia, en la misma espera. Están prevenidos del drama, pero ignoran su naturaleza.
Él se detiene. Él los mira.
Los mira alternativamente, al uno, a la
otra. Los separa, después los reúne. No se acerca.
Entre ellos y él hay un rectángulo de
sol recortado por la abertura del balcón. Nadie franquea el rectángulo de luz.
En los ojos de los niños no hay temor alguno. Solamente la avidez de
conocimiento.
La madre está en algún lugar del
vestíbulo, ellos no la ven.
Miran a ese hombre que calla. Esperan.
Él dice:
—No voy a volver.
La noticia es recibida en silencio.
La mirada de los niños no ha cambiado.
La avidez sigue siendo la misma.
—¿Nunca?
La voz es neutra, maquinal.
—Nunca.
La voz adulta tiene la calma de la del
niño.
La mujer atraviesa el rectángulo de luz
que separa al hombre de los niños, busca el aire, corre hacia el balcón,
tropieza en la puerta, se inmoviliza allí, contra la puerta, oculta el rostro
entre sus manos.
Los niños no la ven. Ellos ven al hombre
y solamente a él.
—¿Por qué?
La voz es clara, siempre tranquila, sin
coloración alguna.
—Ya no quiero niños.
La avidez sigue siendo la misma, no
tiene límites. La boca está entreabierta por la avidez sin límites del
conocimiento. Ninguna señal de sufrimiento. Otra voz de niño:
—¿Por qué?
—Ya no quiero nada.
La mujer se mueve, franquea la puerta,
vuelve del balcón. Ha emitido un grito sordo de sofocación.
La tensión de los rostros permanece
inmutable. Y también la avidez.
Las sirenas de alarma estallan en toda
la ciudad.
La mujer corre, grita:
—¿Pero qué es eso? ¿Es aquí?
Ni el hombre ni los niños le responden.
Las sirenas disminuyen bruscamente de
intensidad. Cesan.
Siempre con la misma voz lúcida, un niño
encadena unos acontecimientos que, en apariencia, no tienen relación.
—La policía ha venido cuando estabais
arriba.
El otro niño levanta el brazo e indica
en dirección al río sin dejar de mirar al hombre:
—Es un incendio, era a causa del
incendio.
Un grito aislado: la madre. Grita que
hay que marcharse.
—Vámonos de aquí.
Los niños hablan tranquilamente entre el
aullido de las sirenas y los gritos de la mujer:
—Buscaban a alguien que estaba contigo.
—A una mujer que se ha escapado; tenían
miedo.
La mujer grita:
—Vámonos de este lugar, ya no puedo más.
Los niños no la oyen.
Ella se acerca a ellos.
—Venga, venid, nos vamos.
Ella llega, los zarandea con fuerza. El
niño cae. Ella lo levanta, le hace mantenerse en pie, le empuja, toma a la
niña, la zarandea también, la empuja, los empuja por delante de ella, no
consigue reunirlos, empuja, obliga a andar, aúlla, aúlla con las sirenas:
—O venís o pido ayuda.
Ellos no quieren moverse, siguen mirando
al hombre, inmovilizados.
Ella siente miedo, grita:
—Tengo miedo, venid.
La avidez continúa insaciable, como en
el primer momento. Los niños esperan todavía. La avidez quedará sin respuesta.
Ella les empuja por la espalda, les hace
avanzar, empuja, empuja con todas sus fuerzas hacia la puerta del vestíbulo.
La puerta.
Han llegado a ella.
La puerta todavía. Esta golpea. Caminan
por el patio del hotel.
Por la puerta del balcón, la arena, la
mar. Largo rato. Después, él sale.
Ella está recostada en el muro, en el
calor. Sus ojos están casi cerrados. Unas lágrimas corren por su rostro. Ella
no advierte la presencia del viajero.
Sólo le ve cuando se sienta junto a
ella.
Él calla. Ella dice:
—Ah, ha vuelto usted.
La mar se ve lejana a través de los
párpados entreabiertos. La ciudad, allá arriba, es invisible, enviscada en sus
excreciones. No hay aves. Las lágrimas manan de sus ojos. Ella dice:
—Ha venido una mujer con unos niños.
Él hace una seña: sí. Ella le ve a
través de las lágrimas. Se diría que él tiene frío en el calor inmóvil. Él no mira nada, sólo la
arena.
—Se han marchado.
—Sí.
Lejos, por encima de la mar, unas zonas
de sombra. El cielo se cubre. Después llueve en las zonas de sombra. Ella mira.
Ella llora.
—Ahora usted ya no tiene nada tampoco.
Él no le responde.
Ella llora.
Regularmente, sin intermitencias, las
lágrimas manan de sus ojos.
Se forma sobre la mar un gran
cuadrilátero de luz.
Ellos no lo ven.
Él mira la arena que está junto a él: la
mano de ella, posada en la arena y manchada de negro. Él dice:
—Sus manos están negras.
Ella levanta sus manos, las mira a su
vez, vuelve a posarlas.
—Es del incendio.
—La buscaban.
Él toma arena.
Toca la arena.
Se forma sobre la mar un gran
cuadrilátero de luz blanca.
Ella tiende la mano:
—La luz, allí.
Él no oye. Pregunta:
—¿Por qué llora usted?
—Por el conjunto.
Él ve que la arena, bajo sus ojos, se
ilumina. Levanta la cabeza, descubre la luz sobre la mar.
Vuelve a la arena.
—¿Llora usted por el incendio?
—No, por el conjunto.
Él
no se mueve, ni mira, ni ve. Sobre la mar se ha formado el gran cuadrilátero de
luz. Ella lo señala:
—Hay luz, allí.
Permanece clavado en la arena.
Ella señala por encima de la luz el
cielo desnudo.
Él repite:
—La policía la busca.
Las sirenas, a lo lejos.
—Sí.
—Van a matarla.
—Yo no puedo morir.
—Es verdad.
Después, ella señala la playa. Después,
cierto sitio de la playa, bajo la luz, cerca de los pilares del casino
bombardeado:
—En el mismo sitio, el otro día, había
un perro muerto —ella se vuelve hacia él—, la mar se lo llevó durante la
tormenta.
Ella deja de señalar, se aleja de todo,
vuelve al perro muerto.
Está así mucho tiempo, todo el tiempo
que necesita la luz para extinguirse, para desaparecer. Él dice:
—Yo vi el perro muerto.
—Ya pensaba yo que usted también lo
había visto.
El cuadrilátero de luz lluviosa ha
desaparecido.
Otras tormentas estallan.
Cortinas de lluvia soleada, por todas
partes sobre la mar.
Él se pone a mirar las cortinas de
lluvia.
La lluvia. Hoy no llegará hasta S.
Thala. Sólo llega su olor: el del fuego, el del viento.
Ella ya no llora. Ella dice, repite:
—Ahora podemos irnos —agrega—. Usted ya
no tiene nada tampoco.
—Podemos —añade él—, ya nada.
Ella ya no está junto al muro. Ha
partido hacia el río.
Noche. Cae.
Unas gentes por el camino de tablas.
Caminan muy lentamente. Hablan a media voz de los gritos que se oyen estos días
en S. Thala, de los incendios multiplicados.
El viajero se levanta.
Camina.
Su paso es muy lento, pesado.
Costea. Rodea. Costea la playa. Después,
la estación cerrada. El río. Después del río, vuelve. La marea está alta. Los
barcos han partido de S. Thala. Babilonia abandonada, a lo lejos.
En la isla hay huellas del incendio,
maderas quemadas, piedras ennegrecidas.
Ellos están en el último escalón de la
escalinata, allí donde ella suele refugiarse. Duermen enlazados. Su sueño es
profundo.
Él se sienta junto a ellos. Se duerme a
su vez.
Se despierta con el día, está solo.
Ellos se han ido ya hacia su labor, el cerco de las arenas de S. Thala, objeto
de su recorrido.
Atardecer. Luz dorada.
Ella le espera en el camino de tablas,
frente al hotel, vuelta hacia S. Thala. Él viene hacia ella. Ella dice:
—He venido a verle para ese viaje.
Ella mira más allá del hotel y de los
parques, el encadenamiento continuo del espacio, el espesor del tiempo. Ella
añade:
—Ese viaje a S. Thala, ya sabe.
Él no ve bien su rostro dirigido hacia
el espesor.
—No he vuelto jamás desde que era joven.
La frase queda suspendida un instante,
después se termina:
—He olvidado.
Ella deja de mirar S. Thala. Le sonríe.
Él pregunta:
—¿Qué dice él?
—Él dice que ese viaje es necesario —y
añade—: no dice por qué.
Una brisa fresca llega de la mar, muy
suave, con olor a algas y a lluvia.
—Antes —dice ella— era un país de arena.
Él dice:
—De viento.
Ella repite:
—De viento, sí.
Ella está de pie en el camino de tablas.
Ya no mira. No mira nada. Está erguida, frente al tiempo. Él dice:
—¿Eran grandes los ríos, los campos,
detrás de la mar?
Ella sonríe:
—Sí —ella dice—, los cruzábamos en tren
para ir de vacaciones en verano.
Ella repite:
—El verano.
Ambos se callan. Ella le mira. Él dice:
—Iremos cuando usted quiera.
Ella se aleja por el camino de tablas.
La brisa continúa, fresca, cubriendo la playa, la luz baja de un cielo claro.
Tres días. Luz dorada.
Tres días durante los cuales nada
sucede, sólo el roer incesante que aumenta con la luz, que decrece con ella.
Sol inmóvil sobre S. Thala. Viento. Luz
dorada inmóvil, azotada por el viento. Olor de sal y de yodo mezclados, acre
olor desenterrado de las aguas.
La mar bate, fuerte, bajo el cielo
desnudo, la arena se levanta, corre, grita, las gaviotas de la mar luchan
contra el viento, su vuelo es más lento.
El sitio del muro sigue vacío, el lugar
está alumbrado.
Después amaina el viento, la arena es
apacible otra vez. La mar se calma, el encadenamiento continuo extiende al sol
su putrefacción general. Arriba, en el cielo, se aventuran de nuevo los lentos
navíos de la lluvia.
Tres días.
Después, ella viene.
Ella llega, ligera, por el camino de
tablas, viene hacia el viajero que la espera para acompañarla en su último
viaje a través de la espesura de S. Thala.
S. Thala.
Ellos caminan. Caminan por S. Thala.
Ella camina directamente, frente al tiempo, entre sus paredes. El viajero dice:
—Dieciocho años —y añade—: esa era su edad.
Ella alza los ojos, mira el paisaje
presente, petrificado. Ella dice:
—Ya no lo sé.
El camino es llano, fácil de recorrer,
maquinal. De cuando en cuando ella pronuncia la palabra, ella la nombra:
—S. Thala, mi S. Thala.
Después, ella mira el sol.
—No lo reconozco.
Lentamente, a su paso, desfila S. Thala,
sus villas, sus parques.
La carretera se tuerce.
Después de la curva ella vacila, se
detiene.
Ella mira. Ante ellos, la casa gris, el
rectángulo gris con postigos blancos, perdida en medio del vértigo de S. Thala.
Alrededor está el jardín, la hierba
todavía verde, loca, prendida en los postigos, desbordando los muros. Ella mira
y dice:
—No valía la pena volver.
Ella comienza a caminar de nuevo.
Regresa hacia el polvo, otra vez hacia
el suelo de las carreteras de S. Thala, dice mientras camina:
—Estos son otros lugares.
Ellos avanzan.
Los parques son más pequeños, las
villas, los muros se tocan.
Ellos caminan.
El viajero comienza a su vez a mirar el
suelo, las cenizas blancas. Dice:
—Todo ha sido retirado con los efectos
personales.
—¿Cuándo? —Ella ha aminorado su paso.
—Cuando cayó usted enferma por primera
vez. Después de un baile.
Ella no responde enseguida, sonríe.
—Sí, eso creo.
Caminan. Ella vuelve a mirar el suelo.
Ella viste de blanco, está peinada. Él la ha preparado en la isla esta mañana,
la ha lavado y peinado. Ella lleva un pequeño bolso de muchacha, igualmente
blanco, el bolso blanco del viaje a S. Thala. Ella lo coge y lo abre. Saca de
él un espejo. Ella se detiene, se mira, echa a andar de nuevo. Ella le tiende
el espejo, se lo muestra.
—Él me ha dado esto antes de partir.
Ella abre de nuevo el bolso. Vuelve a
guardar allí el espejo. Él mira: el bolso está vacío, sólo contiene el espejo.
Ella lo cierra, dice:
—Un baile.
—Sí —él vacila—, se suponía que en aquel
momento usted amaba.
Ella se vuelve, le sonríe.
—Sí. Después... —Ella retorna al tiempo
puro, a la contemplación del suelo—, después estuve casada con un músico, tuve
dos hijos. —Se detiene—. Ellos se los llevaron también.
Ella se vuelve hacia él, le explica:
—¿Sabe usted? Después fue cuando caí
enferma por segunda vez.
—¿Se lo han dicho?
—Yo me acordaba de los niños —agrega
ella— y de él.
El viajero se detiene. Ella se detiene a
su vez. A él le cuesta trabajo hablar, ella no lo advierte.
—¿Dónde está él ahora?
En la misma ola informativa, ella dice:
—Muerto, está muerto.
El viento de la mar comienza a soplar
sobre S. Thala. Él no se mueve ya, permanece allí, al viento. Ella se coloca a
su lado. Ella no ha visto nada del vértigo. Ella está a gusto al viento. Ella
dice:
—El viento de S. Thala, es el mismo.
Él la mira.
Detenido ante ella, la mira.
Ella debe de ver algo de la violencia de
la mirada. Ella busca el destino de esa violencia, se sorprende, pregunta:
—¿Qué ocurre?
—La miro.
Ella dice, pregunta:
—No hay viaje, ¿verdad?
—No. Estamos en S. Thala, encerrados
—agrega él—, yo la miro.
Ella viene, dócil, hacia él. Él la
estrecha contra su cuerpo. Ella le deja hacer. Él la suelta, ella deja que la
suelte.
Ellos caminan, comienzan a caminar de
nuevo.
Los parques han desaparecido, los
jardines.
La carretera asciende.
La mar se aleja, la arena. Ella se
vuelve, las mira.
Él dice:
—«Las hileras de álamos caían derribadas
detrás del tren. Él la miraba».
Ella ríe, camina.
Él dice:
—«Llanuras, campos, delgadas murallas de
árboles rubios.
»Él la miraba».
Ella todavía ríe. Avanza.
Ellos avanzan.
Se produce un cambio. La carretera se
ensancha. Una plaza. El viento de la mar deja de soplar poco a poco.
Ella comienza a mirar de nuevo.
Se detienen. El cambio se intensifica de
repente. Ya no hay viento. El sol aumenta.
El calor sale de las piedras, por
efluvios.
Sorprendida apenas, ella sonríe a su
blanca patria, dice:
—Entonces, ¿es verano en S. Thala?
Parten de nuevo.
Cruzan la plaza vacía.
Ella camina más lentamente, la fatiga
comienza ya.
El calor aumenta.
El sol también, lentamente resplandece.
Han cruzado la plaza. En cuanto la
abandonan, helos aquí, helos aquí de pronto, surgidos de la ciudad, de los
agujeros, de la piedra, indiferentes los unos a los otros, en una actividad
general, los habitantes de S. Thala.
Ellos les siguen.
Ella mira con la misma atención a los
habitantes de S. Thala, y sus moradas, y a él, que está cerca de ella, y la mar
que está a lo lejos, aquí —sobre el frontón de un inmueble frente al que
pasan—, mezclada a los términos «gobierno
de», la palabra S. Thala,
y allá abajo, más lejos, los blancos destellos de las gaviotas de la
mar y de la arena, distintos.
Ella padece también este calor, esta
inexplicable plenitud de sol.
Ellos les siguen todavía.
Ella camina cada vez más lentamente.
Ellos les dejan atrás, les abandonan.
Ella se detiene:
Es una avenida muy larga, recta.
De repente, una vez atravesada la
actividad general, la plaza, se han encontrado en esta avenida muy larga, recta.
Ella no sigue caminando.
Ella comienza a mirar con desconfianza,
altanera de pronto, la extensión de la avenida.
El sol abrasa. Al parecer, sus ojos
sufren, ella mira como forzada a hacerlo.
Ella echa a andar de nuevo.
Ella comienza de nuevo a no mirar nada.
Ellos comienzan a irse.
La trayectoria es larga, recta. No se ve
el final.
Ella camina con los ojos semicerrados,
evita el sufrimiento que le produce la luz. Ella no le habla. Ella camina.
Por todas partes los muros blancos, el
despliegue de S. Thala. La avenida no tiene árboles.
Sólo él, el viajero, le ha visto: ante
ellos, al final de la avenida, con sus ropas oscuras, ligero, él también
camina. Ellos le siguen sin saberlo desde que partieron de la arena de S.
Thala.
Los muros golpean, blancos, se multiplican
a cada lado de la marcha.
Ella debe de tener calor, se enjuga el
rostro con la mano, aminora el paso, echa a andar de nuevo. Ellos avanzan muy
lentamente.
Los muros aumentan en número, se
multiplican, se cortan, se siguen, se recortan, golpean en las sienes, hacen
sangrar los ojos. No hay sombra alguna.
Siempre delante, la silueta negra en la
blancura de los muros al final de la avenida.
Ella sigue sin verla.
Ella avanza.
Ella se detiene.
Es ella quien se detiene. Con los ojos
en el suelo, de pronto, ella sabe: la distancia que hay entre el centro de S.
Thala y la mar ha quedado kilometrada en las piernas de niña: ella alza los
ojos, dice:
—Mire, han construido esto.
Es un edificio de forma indefinible, al
parecer grande, de la blancura del yeso. Hay numerosas aberturas, están
cerradas: los postigos de madera han sido clavados a los muros.
—Antes era una plaza.
Ella permanece quieta, repite:
—Era una plaza; ellos la han recubierto
de eso.
Ella se vuelve y le ve, a él, al otro,
también detenido, y que espera: ella dice enseguida:
—Necesito dormir.
Inmediatamente, comienza a andar de
nuevo. El viajero la retiene. Él dice:
—Yo también recuerdo.
Ambos miran: el edificio está inmutable,
se mantiene en su forma, en su tamaño. Los clavos han penetrado.
El viajero dice a su vez:
—Era una plaza —se corrige—, una
superficie, plana, una plaza rodeada de muros, en los muros había una puerta.
Ellos se miran. Se ven.
—Ah, tal vez —ella ha respondido, en un
murmullo.
En un movimiento muy rápido, los ojos se
cierran, se abren, la mirada vuelve a la superficie. Ella espera, ella ya no le
mira, ella mira el suelo, él no prosigue. Ella echa a andar de nuevo.
Ella, de pronto, camina deprisa.
La mar. Ella la ve.
He ahí el edificio, una vez dejado
atrás.
Ella está ahí, muy cerca. El centro de
S. Thala da a la mar.
La avenida se detiene: delante de ellos
ya no camina nadie.
Hay un camino de tablas. Ellos lo
cruzan. He aquí la playa sin muros, la mar, la arena, las aguas de la mar.
A su izquierda se muestra la enorme masa
del centro de S. Thala. Su fachada principal domina la playa.
Ella cae en la arena, se tiende, ya no
se mueve.
La arena de S. Thala.
Él se ha sentado junto a ella. Le seca
el sudor de la frente, lentamente. El gesto le obliga a él a cerrar los ojos.
Ella suelta el bolso que sujetaba todavía. Ella dice:
—Está el ruido.
Él continúa el gesto sobre la frente.
—Duerme.
—Sí.
Ella pega su rostro contra la arena,
escucha, dice:
—Esta noche viene de ahí.
Señala el interior de la playa, de la
arena. Él dice:
—Yo también lo oigo.
—Ah...
Ella pregunta en voz muy baja:
—¿Están muertos?
—No.
—¿Qué es lo que están haciendo?
—Descansar —añade él—, o nada.
Ella murmura:
—Ah, sí..., es verdad, es verdad...
Él se tiende junto a ella, se apoya
sobre su mano libre, la mira. Él no la ha visto nunca de tan cerca. Él no la ha
visto nunca a una luz tan intensa. Ella sigue escuchando el ruido. Ella cierra
los ojos, quiere cerrarlos, sus párpados tiemblan con el esfuerzo de quererlo.
—Dígame que duerma.
Él le dice:
—Duerma.
—Sí —el tono es el de la esperanza.
Ella toca la arena. Él dice:
—Hemos vuelto a la playa. Duerma.
—Sí.
Él deja de enjugarle la frente, pasa la
mano sobre los ojos para protegerlos del sol.
—Duerma.
Ella ya no responde.
Él espera.
Ella ya no se mueve. Él retira su mano.
Bajo ésta, los ojos están cerrados. Los párpados tiemblan ligeramente con el
retorno de la luz, pero los ojos no se abren.
Ella duerme.
Él coge arena, la vierte sobre su
cuerpo. Ella respira, la arena se mueve, resbala por el cuerpo. Él prosigue,
comienza de nuevo. La arena resbala otra vez. Él comienza otra vez, la vierte
otra vez. Él se detiene.
—Amor.
Los ojos se abren, miran sin ver, sin
reconocer nada, después vuelven a cerrarse, regresan a la oscuridad.
Él ya no está aquí. Ella está sola,
tendida sobre la arena al sol, putrescible, perro muerto de la idea, su mano
sigue enterrada cerca de su bolso blanco.
La entrada del edificio está vacía. Se
oyen rumores. Y más lejos, al final del pasillo, la música de las fiestas
sangrientas, la del himno de S. Thala, lejana, muy lejana.
Penumbra.
Después de la entrada, pasillo muy
largo.
El viajero avanza por el pasillo,
penetra allí. Del fondo de ese pasillo, un hombre llega. Va de uniforme.
—¿Busca usted algo?
Están frente a frente. El viajero le
mira.
—¿Puedo ayudarle?
Están los dos en la penumbra. El viajero
le mira con una atención extremada, anormal.
Al fin el viajero habla:
—¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?
—Diecisiete años. —Espera—. ¿Por qué?
El viajero pormenoriza el rostro: los
ojos claros ya cansados, cerca de las sienes los cabellos grises. El hombre
observado se impacienta.
—¿Busca usted a alguien? —Espera, el
tono se hace más cortante—. ¿Qué quiere usted?
—Miro.
El viajero no se mueve, sus ojos siguen
clavados en el rostro. El hombre hace un gesto de impotencia. El viajero
pregunta:
—¿Cuánto tiempo ha dicho?
—Diecisiete años.
El viajero mira el fondo del pasillo, la
pregunta brota bruscamente.
—La sala de baile, ¿está por ahí?
—Había varias —y añade—: ¿de cuál habla
usted?
El viajero señala una puerta del fondo
del pasillo.
—De ésa.
El hombre dice:
—Ya no hay baile.
El hombre debe de ver la violencia de
los ojos del viajero. Dice:
—Puedo enseñársela, si quiere.
—Gracias.
—Sígame.
El hombre precede al viajero, abre una
puerta, entra, la mantiene abierta. El viajero entra.
—Véala —y añade—: Veo que tiene usted
recuerdos...
Hay unos espejos, están empañados. Unas
butacas están alineadas frente a los espejos, a lo largo de las paredes claras.
Los zócalos de plantas verdes están vacíos.
El viajero avanza hasta el centro de la
pista. Se detiene, mira a su alrededor: una tarima, un piano cerrado, unas
alfombras enrolladas a lo largo de las paredes. Rodeando la pista, unas mesas
desnudas.
Él oye:
—Aquí se bailaba.
Se vuelve. El hombre sonríe en la penumbra,
señala la pista, pregunta:
—¿Quiere usted que la ilumine?
—No.
La luz, el sol se filtra a través de las
gruesas cortinas.
El viajero va hacia la puerta cerrada.
Levanta una cortina: a través de los postigos clavados, una terraza, la playa,
ella durmiendo.
El viajero trata de abrir la puerta. La
puerta se resiste. Él se obstina.
—Está cerrada con llave, como puede ver.
El hombre ha gritado, llega hasta cerca
del viajero.
—Para qué insistir, ya ve que está
cerrada.
El viajero suelta el pomo de la puerta,
se queda donde está.
—Yo no tengo las llaves —el tono se
suaviza de nuevo—, no tengo derecho a abrirla.
El viajero levanta otra vez la cortina:
la terraza, la playa, ella.
El viajero se vuelve hacia el hombre y
pregunta:
—¿La conoce usted?
El hombre se acerca, mira:
—¿A la que duerme? —La señala—. ¿A ésa?
—Sí.
El hombre mira con una falsa atención.
—A esta distancia. —Se interrumpe—.
Perdone, no la conozco.
El viajero suelta la cortina, que cae de
nuevo. El hombre dice:
—Lo siento.
El hombre espera, pregunta:
—¿Por qué?
El viajero no le responde. El hombre
pregunta:
—¿Cuál es su nombre?
El viajero responde:
—Yo no sé nada.
El hombre dice un nombre.
El viajero escucha con una gran
intensidad. El hombre pregunta:
—¿Es ése?
El viajero no responde. Suplica de
nuevo:
—¿Quiere repetir ese nombre?
—¿Cuál?
—El que acaba de decir —le interrumpe—.
Se lo ruego.
El hombre se aleja un poco, repite
claramente, por completo, el nombre que acaba de inventar.
El viajero va hacia la puerta, adelanta
los brazos como si quisiera atravesarla, después renuncia, hunde su cabeza en
sus brazos doblados. Unos sollozos salen de él.
El hombre le mira, deja que pase un
rato, y después va hacia él. La voz es apacible:
—Debería usted salir, ir a buscarla.
El viajero se incorpora, sus brazos caen
de nuevo.
El hombre espera todavía a que pase un
instante, luego toma el brazo del viajero y le conduce a la puerta. Dice:
—Ahora tiene que irse. Yo debo ir a mi
puesto.
Salen ambos. El hombre cierra con llave.
La música se ha reanudado en el fondo del pasillo.
El hombre acompaña al viajero hasta la
entrada y le deja.
El viajero traspasa la entrada, sale.
Ella continúa tendida, al sol. Tiene los
ojos abiertos. Ve venir al viajero. Su mirada es dulce como su voz.
—Ah, ha vuelto usted.
Allá lejos, a la orilla de la mar, el
otro camina de nuevo. No hay otro ser viviente en todo el espacio visible. El
viajero dice:
—He estado paseando mientras usted
dormía.
—Ah —ella le mira fijamente—, creí que
se había ido.
Ella señala al que camina allá abajo,
por la playa vacía, al sol infernal.
—Me habría ido con él —prosigue ella—. O
la policía me habría llevado.
Él está sentado junto a ella. Ella le
llama de pronto, toca su brazo, quiere que la mire.
—¿Dónde estaba usted? —prosigue ella—.
¿Por dónde ha paseado?
—Usted dormía, he querido dejarla
dormir.
—No.
El hombre va, viene, allá abajo, con su
paso regular, en la espera indescifrable, por la arena desierta. Él le mira,
sólo le mira a él. Ella dice:
—Ha ido usted a llorar. Ha ido a
preguntar.
La mirada le atraviesa, aguda, sin
tregua. Él, el viajero, continúa mirando hacia el caminar tranquilo.
—Buscaba la plaza entre los muros.
Ella tarda en responder, en hablar más.
—¿La ha encontrado usted? —la voz es
baja.
—Sí. Se ve también la puerta por la que
salimos nosotros —prosigue—, separados.
Se callan.
Observan largo tiempo el acontecimiento
de allá abajo, de la orilla del mar.
El movimiento de la marcha cambia: he
aquí que, en lugar de volver sobre sus pasos, continúa. Ella lo ha visto. Él le
mira alejarse. El viajero dice:
—Él vigila, nos vigila.
—No —añade ella—, nada.
El hombre ha torcido hacia lo alto de la
ciudad. Desaparece detrás del edificio. El viajero, distraído, pregunta:
—¿Cómo? —se corrige—. ¿Qué hace
entonces?
Ella se vuelve hacia él:
—¿No se lo he dicho?
—¿Vigila la mar? ¿Nos vigila, nos
conduce?
—No.
El calor disminuye, el sol.
Ella siente un mayor bienestar. Ella se
sienta. Llegan unas corrientes de aire, parten de nuevo. Detrás, en el
encadenamiento continuo, el roer reanuda su curso. El viajero continúa
preguntando:
—¿Vigila los movimientos de las mareas,
los movimientos de la luz?
—No.
—¿El movimiento de las aguas? ¿El
viento? ¿La arena?
—No.
—¿El sueño?
—No —ella vacila—, nada.
El viajero se calla.
Ella se vuelve hacia él. Dice:
—Ya no dice usted nada.
Ella recuerda:
—Es cierto —ella se interrumpe, la voz
se vuelve tierna—, usted no es nada.
El cielo se oscurece. La marea baja se
hace más pesada, se torna cieno negro. Helas ahí, las carniceras, las gaviotas
de la mar.
Ella resigue, ante sí, una trayectoria
invisible.
—¿Es el atardecer?
—Creo que sí.
Ella dice de pronto, con certidumbre,
con dulzura:
—Yo ya no conozco esa ciudad, S. Thala,
nunca he vuelto a ella.
Las palabras resuenan, se extinguen.
Ellos vigilan la playa.
La noche ya está ahí.
El hombre ya no reaparece. El viajero
pregunta:
—Él no se ha ido, ¿va a volver?
—Sí —dice ella—. Algunas veces deja
atrás su pensamiento, pero vuelve siempre. Esta noche volverá.
La mar se cubre de viento.
La noche ya ha llegado cuando él
reaparece.
Él no va hacia ellos, asciende hacia la
ciudad de S. Thala, y esta vez se pierde en su espesor. Ella dice, repite:
—Esta noche volverá —y añade—: esta
noche debe prender fuego al centro de S. Thala.
La playa. La noche.
El viajero está tendido sobre la arena.
Ella está tendida junto a él.
Ellos callan. Esperan.
El silencio de S. Thala es sonoro esta
noche, grita, cruje, ellos escuchan, siguen sus modulaciones más secretas. Ella
dice:
—Hablan, ahí al lado.
Unas voces en la arena, cerca. Él dice:
—Unos amantes.
Oyen unos lamentos amorosos, los gemidos
atroces del placer. Ella dice:
—Yo ya no veo nada.
A lo lejos, el primer humo negro. Él
dice:
—Yo veo.
El primer humo negro se eleva en el
cielo claro de S. Thala.
Ella hace un gesto abierto, de una
ternura desesperada, ella dice, murmura:
—S. Thala, mi S. Thala.
Se vuelve hacia él, se tapa el rostro.
Posa su cabeza en el hueco de su brazo,
sobre su corazón.
Ella permanece así.
Las primeras sirenas cruzan S. Thala.
Ella no las oye.
El fuego crece, se extiende.
A través del humo negro brotan las
primeras llamas, el cielo enrojece.
Con toda su fuerza, todas las sirenas de
S. Thala suenan.
Ella se incorpora. Le ve a él, oye las
sirenas, ve el cielo rojo, ella no sabe dónde se encuentra. Él dice:
—Hacía calor en la habitación, hemos
bajado a la playa.
Ella recuerda, cierra los ojos:
—Es verdad...
Ella vuelve al hueco de su brazo, sobre
su corazón.
Alguien sale del espesor del fuego y
cruza la playa.
Detrás de él, S. Thala arde.
Él regresa. Viene.
Él está ahí.
Se sienta a algunos metros de ellos,
mira el cielo, la mar.
En todo S. Thala, disparadas, las
sirenas del espanto.
El hombre mira el cielo, la mar.
Después, a la que duerme en los brazos
del viajero.
Se oye:
—Ella duerme.
El viajero se inclina sobre el rostro
dormido y dice:
—Parece que se abren sus ojos.
Se oye:
—Entonces llega el día.
La superficie de la mar se ilumina de
color rosado. Sobre ella, el cielo se decolora.
Se oye:
—El día abre sus ojos, ¿no lo sabía?
—No.
El viajero mira: los ojos, en efecto, se
abren cada vez más, los párpados se separan y, en un movimiento imperceptible
debido a su lentitud, el cuerpo, todo entero, sigue a los ojos, se vuelve, se
sitúa en dirección a la luz naciente.
Se queda así, frente a la luz.
El viajero pregunta:
—¿Ve ella?
Se oye:
—Nada, ella no ve nada.
En la noche de S. Thala, las sirenas
vuelven. La mar crece, se decolora como el cielo.
Se oye:
—Ella permanecerá así hasta la aparición
de la luz.
Se callan. La luz aumenta de un modo
imperceptible, tan lento es su movimiento. Y también la separación entre la
arena y las aguas.
La luz asciende, abre, muestra el
espacio que crece.
El incendio, a su vez, se decolora como
el cielo, como la mar.
El viajero pregunta:
—¿Qué sucederá cuando llegue la luz?
Se oye:
—Durante un instante, ella quedará
cegada. Después comenzará a verme de nuevo. A distinguir la arena de la mar;
luego, la mar de la luz; después, su cuerpo de mi cuerpo. Luego ella separará
el frío de la noche y me lo dará. Después, ella solamente oirá el ruido, ¿sabe
usted? ¿De Dios..., esa cosa...?
Se callan. Vigilan la progresión de la
aurora exterior.
Título original: L' amour
1.a edición en Andanzas: mayo
1990
1.a edición en Fábula: enero
1999
© Éditions Gallimard, 1971
© de la traducción: Enrique Sordo, 1990
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